sábado, 25 de agosto de 2012

IN NOMINE IURIS

jueves, 23 de agosto de 2012



LA TEORIA JURIDICA DEL ACCIDENTE
Por: Fernando de Trazegnies Granda

I. UNA PROPUESTA INSOLENTE

Amigos lectores que curiosean este artículo, quiero hacerles hoy día una propuesta insolente. Ciertamente no insolente respecto de ustedes a quienes, por el contrario, me gustaría convertirlos en cómplices, en colaboradores de esta insolencia. La propuesta es insolente respecto de la doctrina, respecto de las opiniones comúnmente aceptadas e incluso respecto de nuestra legislación actual.
¿Por qué es insolente? Porque propongo subvertir la cartografía clásica de la responsabilidad civil, cambiar el mapa de la responsabilidad creando un nuevo país; o, quizá mejor, una nueva provincia o una nueva comarca en el interior de ese país jurídico.
Ustedes conocen muy bien que el País de la Responsabilidad Civil, ubicado dentro del Continente del Derecho Civil, tiene tradicionalmente dos provincias o regiones: la responsabilidad contractual y aquella otra llamada antes responsabilidad por acto ilícito. Como miembro de la Comisión Reformadora que preparó el actual Código Civil Peruano, me opuse a la denominación "responsabilidad por acto ilícito". Pensaba -y la Comisión me dio la razón- que esa responsabilidad da lugar también a indemnización en casos que no suponen que un acto ilícito sea el causante del daño, en casos donde no ha habido culpa, como sucede en toda esa comarca conceptual constituida por la aplicación del principio del riesgo: alguien puede causar un daño no culpable, pero está obligado a pagar por él debido a que puso en riesgo a los demás sea con un bien peligroso, sea con una actividad riesgosa. Dejar la denominación "Acto ilícito" en el Código, definir esa Sección con la expresión "De los actos ilícitos" como lo hacía tanto el Código Civil Peruano de 1852 como el Código Civil Peruano de 1936, era bloquear el acceso a toda innovación, impedir el ingreso de la responsabilidad por riesgo y de todo lo nuevo que se venía reflexionando en torno de la indemnización por daños al margen de la culpa. Personalmente, propuse adoptar el título general de “Responsabilidad no derivada de acto jurídico”; después de varios ensayos, la Comisión adoptó la denominación similar pero más sintética de "Responsabilidad extracontractual", que permite colocar muchas cosas dentro de este saco conceptual.
Sin embargo, pienso que esta apertura todavía no es suficiente y quisiera emprender una tarea de cuestionamiento y demolición de las fronteras entre la responsabilidad contractual y la responsabilidad extracontractual para delimitar un territorio relativamente independiente donde nos sea posible organizar una nueva provincia o región cuya naturaleza escapa del marco natural de las dos antes mencionadas.
Lo que les propongo es ponernos a pensar en la posibilidad de establecer una nueva categoría que implica una reparación jurídica de daños pero que no se deriva de una responsabilidad en el sentido fuerte y clásico del término: no hay responsabilidad pero se paga. Por eso yo la llamaría la "no responsabilidad indemnizable". Sin embargo, dado que esta formulación puede llevar a escándalo, podríamos vestir la idea con un ropaje más convencional y púdico llamándola "Teoría Jurídica del Accidente".
La teoría jurídica del accidente va a ser hecha con retazos de la responsabilidad extracontractual y de la contractual, con jirones que tenemos que arrancar de ambas porque se trata de situaciones mal ubicadas que no pueden ser resueltas en forma satisfactoria ni por la responsabilidad contractual ni por la extracontractual.

II. ¿QUE ES UN ACCIDENTE?

Ante todo, tenemos que preguntarnos qué es un accidente. Hablamos a cada instante de accidentes, pero ¿sabemos lo que es un accidente? Más precisamente, ¿sabemos lo que es un accidente desde el punto de vista jurídico? El lenguaje ordinario muchas veces tiene sentidos diferentes para palabras que empleamos técnicamente en el Derecho. Un caso extremo es, por ejemplo, la palabra "repetir": para nosotros, abogados, repetir es cobrarle a un tercero lo que hemos debido pagar sin que nos corresponda. En cambio, cualquier no abogado diría que repetir es simplemente volver a pagar, hacer nuevamente la misma cosa. ¿Qué es, entonces, un accidente?
1. Ejemplos
Veamos, en primer lugar, algunos ejemplos, del uso de la palabra "accidente". Cada vez que alguien choca en un automóvil, hablamos de accidente. Todos los periódicos y canales de TV nos atosigan diariamente con una enorme cantidad de información sobre accidentes terribles:
1.     Se volcó un ómnibus en una carretera de la Cordillera y cayó a un precipicio de 100 mts; murieron la mayor parte de los pasajeros;
2. En una carretera del interior del país un camión le cortó el paso a un automóvil; murieron todos los ocupantes de éste último.
3.  En una avenida principal, chocaron dos automóviles a las 3 de la mañana, estando sus conductores en perfecto estado de ebriedad, y murieron dos de los ocupantes quedando gravemente heridos los restantes.
4. Sucedió un accidente en un barrio residencial porque, mientras Fulano de Tal caminaba por la calle, le cayó un ladrillo desde el décimo piso de un edificio en construcción y le deshizo el cráneo.
Todavía tenemos otro tipo de accidentes: imaginemos el mismo caso del ladrillo que cae sobre el transeúnte pero cuando ello se debe a que hay un terremoto en ese momento y del edificio en construcción se desprende precisamente el ladrillo que todavía no había sido cimentado.
La pregunta evidente es: ¿por qué en todos estos casos hablamos de accidente? ¿Qué tienen en común? En última instancia, ¿qué es realmente un accidente? ¿Qué tiene que ver la culpa, el riesgo y el caso fortuito en todo esto?
En realidad, periodistas, personas de la calle e incluso juristas, no somos muy precisos en nuestro vocabulario. Porque tengo la impresión de que estamos ante casos muy diferentes que difícilmente pueden ser categorizados técnicamente - es decir, desde el punto de vista del Derecho- bajo un solo concepto. Jurídicamente hablando, el uso de la palabra "accidente" para todo ello no es sino un caos conceptual.
2. La definición gramatical de accidente
En principio, un accidente es un evento dañino de carácter imprevisible, es algo que sucede cuando nada hacía pensar que iba a pasar. El accidente es algo que está fuera del orden natural de las cosas.
El Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española da hasta 18 acepciones y un buen número de variantes respecto de lo que debe entenderse por accidente. Estas acepciones se refieren a campos tan diversos como, en filosofía, aquello que forma parte de una cosa sin ser inherente a su naturaleza; en la guerra, el combate o pelea entre fuerzas poco numerosas; y hasta en música, accidente es el signo que altera una nota y la convierte en sostenido o bemol. Para los efectos de lo que nos interesa en esta exposición, podríamos utilizar la definición del Diccionario que dice que accidente es el "suceso eventual o acción de que involuntariamente resulta daño para las personas o las cosas"[1]. Y, acto seguido, el Diccionario pone el ejemplo del “seguro de accidentes”.
Comparemos esa definición con la que se da en otros idiomas. El Diccionario de la Lengua Francesa Robert, que tiene gran autoridad, da como primera acepción la siguiente: "Acontecimiento fortuitoimprevisible" y luego agrega "Acontecimiento imprevisto y repentino que genera daños y riesgos (heridas, muerte)"[2].

Como se puede ver, la característica general es que los daños derivados del accidente se producen en condiciones de imprevisibilidad y de anormalidad: no están en el curso normal de las cosas, ocurren de improviso y, por consiguiente, no pueden predecirse.
Ahora bien, ¿es eso lo que sucede con todos los casos de accidentes que hemos mencionado como ejemplo y que nos vinieron espontáneamente a la mente cuando hablamos de accidentes? Ciertamente no. Quizá todos ellos fueron imprevisibles, inesperados e inevitables para la víctima; por consiguiente, desde el punto de vista de la víctima se trata de accidentes. Pero ese punto de vista no parece tan relevante en la configuración de la responsabilidad jurídica clásica. Si adoptamos el punto de vista de la víctima, todos los casos de responsabilidad civil son accidentes, incluyendo los daños que resulten de los incumplimientos dolosos de las estipulaciones de un contrato; porque si bien respecto de aquel que incumple lo pactado no puede decirse que se trate de una situación imprevista e inevitable, en cambio sí reúne esas condiciones desde el punto de vista de la víctima que no pensaba que la otra parte iba a incumplir. Pero el punto de vista de la víctima no es relevante porque lo que hay que determinar es la responsabilidad de quien causa el daño y no de quien lo sufre. O, si queremos ser más exactos, el punto de vista de la víctima sólo es relevante cuando existe culpa contribuyente de ella en la producción del daño que recibe, que es el caso a que se refiere la última frase del artículo 1972 del Código Civil Peruano.
Notemos el accidente de automóvil debido a una falta de atención del chofer porque en el momento que manejaba estaba tratando de sacarle un beso a su pareja, ciertamente no es un accidente en puridad: no hay nada imprevisible en la situación, porque todo hace pensar que una distracción de esa naturaleza conduce a una negligencia en el manejo que genera culpa con relación a los daños resultantes de ella.
En el caso de la empresa de transportes que obliga a sus choferes a conducir hasta el agotamiento, se trata de una imprudencia en la decisión gerencial que también constituye culpa porque era perfectamente claro que el curso normal de los acontecimientos en esas circunstancias llevaría a un daño a los pasajeros y quizá a terceros. Lo mismo sucede si se trata de una imprudencia del propio chofer del ómnibus interprovincial que, por llegar más temprano a ver a la novia que tiene en el pueblo de destino, manejó a velocidades superiores a las permitidas.
Si el chofer estaba ebrio cuando tuvo el choque en una avenida principal de una ciudad nocturnamente agitada, a las tres de la mañana, acompañado de una niña no tan niña, es indudable que existe culpa de su parte y que no puede decirse que el choque en el que se ve involucrado y donde mueren dos personas sea un accidente, es decir, un hecho imprevisible en esas circunstancias.
En el caso del ladrillo que se cae del edificio en construcción y rompe la cabeza de un transeúnte, no cabe duda de que la empresa constructora pretenderá presentar el hecho como un accidente, es decir, como algo que, pese a todas las precauciones, ocurrió por casualidad. Pero el transeúnte sostendrá que hubo un descuido de vigilancia en materia de seguridad de los trabajos de construcción. Sin embargo, si el ladrillo cae como consecuencia de un terremoto, podríamos aducir sin duda de que se trata de un mero accidente sin culpa de nadie.

III. EXPLORANDO EL TERRITORIO DE UNA  NUEVA CATEGORIA CONCEPTUAL
Resulta entonces que, en un sentido estricto, los únicos accidentes son los casos fortuitos, es decir, aquellos que antes se llamaban "actos de Dios". Y yo recuerdo haberle oído decir a un gran jurista peruano, el Dr. José León Barandiarán, en un Informe Oral ante la Corte Suprema que los casos fortuitos son por naturaleza no indemnizables, porque ¿a qué hombre se le puede poner sobre las espaldas la responsabilidad de Dios?
Sin embargo, en esta forma, hay muchas situaciones lamentables en las que no existe culpa alguna del que daña pero tampoco del dañado y que, sin embargo, quedarían sin reparación. Notemos que no reparar significa simplemente que la propia víctima asume el costo económico del daño. No es que en el caso fortuito el daño desaparezca. Sigue ahí, perjudicando a quien lo ha sufrido. Lo único que no sucede es el desplazamiento del costo económico del daño de la víctima a un tercero, que es el efecto jurídico de la responsabilidad. Y esta víctima podría perfectamente alegar:"¿por qué tengo yo que sufrir ese daño? Es como si yo fuera responsable de tal daño porque, al no poder transferirlo a otro, ese daño queda totalmente bajo mi cargo. Pero, ¿qué he hecho yo para ser responsable?".

Obviamente las respuestas estereotipadas de "Así es la vida" o "Así lo ha querido Dios" distan mucho de ser satisfactorias para ese hombre afligido. Igual podríamos decir: "Es un resultado del azar. !Mala suerte!". Pero el ser humano que tiende a dominar lo incierto, que busca protegerse en todas las formas y proteger los resultados de sus actividades, ¿no ha sido capaz de crear un mecanismo económico de protección  contra estos ingratos azares? Y el Derecho, con su extraordinario poder de organización, ¿no ha inventado un mecanismo de seguridad? Recordemos que el Derecho -particularmente el Derecho moderno- insiste mucho en la seguridad. De alguna manera, el Derecho y las Matemáticas se han dado la mano en el mundo moderno para brindar bases estables para la actividad y la vida de los hombres, bases que pretenden ser racionales y calculables. No es casualidad que, cuando Pascal se encuentra con el problema del azar, llama a un abogado matemático, el genial Fermat, para que aborde el tema; y este abogado, amante como tal de que las cosas sean previsibles, inventa el cálculo de probabilidades. 
Pero, pese a todo ello, frente a las consecuencias económicas del caso fortuito, nos encontramos todavía paradójicamente desamparados. Para el accidentado sólo queda la resignación, es decir, el reconocimiento del fracaso del Derecho en estas circunstancias.
Y la situación es aún más grave. Una gran cantidad de los daños causados por la circulación automotriz son verdaderamente casos fortuitos que pasan como casos culpables. Los damnificados intentan siempre encontrar una culpa en la otra parte; pero muchas veces, a pesar de todos los esfuerzos y del enorme costo de probanza, se comprueba que se tomaron todas las precauciones razonables y que el choque o el atropello se produjo en condiciones razonablemente imprevisibles e inevitables. Esto significa que esas víctimas -ya sea porque sus familiares perdieron la vida en tales choques o porque directamente sufrieron lesiones personales o, por último, porque sus vehículos sufrieron daños cuya reparación es muy costosa- deben jurídicamente quedar sin reparación económica.
Todavía hay otra consideración más que debemos tomar en cuenta. Estamos hablando de la responsabilidad de uno y otro chofer. Pero, aún si tomamos la responsabilidad en el sentido tenue y seriamente contaminado de caso fortuito al que me he referido antes, ¿podemos decir que esos choferes de los vehículos involucrados son los únicos responsables de tal accidente? En verdad, en los hechos descritos hay un marcado componente social que, sin embargo, pasa desapercibido a una primera lectura. Notemos que la sociedad podría eventualmente eliminar las causas de ciertos accidentes: podría, por ejemplo, condicionar la circulación automotriz a que los vehículos no puedan circular a más de 10 kms. por hora y a que sean construidos con engorrosos acolchados de paja para que no produzcan daño al chocar. En esta forma, se suprimirían casi totalmente las posibilidades de accidentes automovilísticos. O si queremos ser más radicales, la sociedad podría simplemente prohibir la circulación automotriz y esto eliminaría toda posibilidad de ese tipo de daños.
Pero la sociedad no quiere eliminar todas las posibilidades de daños porque prefiere aprovechar las ventajas sociales que le brinda la moderna tecnología del transporte y de la velocidad. Aún cuando sabemos que habrá muertos y heridos en las calles, preferimos que los haya si ése es el precio que tenemos que pagar por utilizar los modernos automóviles. Para decirlo en términos muy rudos, la reflexión que todos nos hacemos inconscientemente, sabiendo que los accidentes son inevitables en la medida que existan automóviles, es la siguiente: "¡No me importa que hayan inevitablemente unos cuantos muertos y heridos! Yo estoy dispuesto a caminar sobre esos muertos. No me voy a perder por ese tipo de razones las ventajas de la velocidad y de la facilidad de transporte mediante vehículos motorizados". En consecuencia, todos nos beneficiamos con el sacrificio de esas muertes y de esas lesiones; por tanto, de alguna manera todos somos responsables de ellas y no solamente los participantes directos. Quizá pueda pensarse que el ejemplo de los autos es un poco exagerado y que no es posible ponerse de espaldas al desarrollo tecnológico. Estoy completamente de acuerdo; pero ello no quita que el beneficio de ese desarrollo tecnológico cuesta vidas humanas que estamos dispuestos a sacrificar.
André Tunc, discípulo de Henri y de León Mazeaud y coautor con ellos de la quinta edición del famoso Traité Théorique et Pratique de la Responsabilité Civile délictuelle et contractuelle, que es uno de los juristas más importantes en materia de responsabilidad civil de nuestro tiempo, denunciaba hace más de veinte años que ''Como consecuencia de nuestra esclerosis, más de un tercio de las 1000 víctimas diarias en Francia de accidentes de circulación son privadas injustamente de una indemnización y un centenar de otras no obtienen la indemnización que les corresponde sino luego de un juicio. Aún los países socialistas, a pesar de que sus codificaciones son de fecha reciente, no parecen haber tenido éxito en la tarea de construir un Derecho que responda verdaderamente a las condiciones modernas"[3].

 

IV. EL VACIO HISTORICO


Es probable que, al escuchar estos planteamientos que demandan una nueva categoría de la responsabilidad, algunos de ustedes estén pensando que estoy planteando un ejercicio artificioso que, si hubiera sido necesario, ya se habría hecho hace mucho tiempo. ¿Acaso la responsabilidad civil no la inventaron los romanos? ¿Y acaso en tiempos de los romanos no habían accidentes? De modo que, siendo los romanos tan buenos juristas, si efectivamente se requiriera una categoría especial para tratar los accidentes, ya Ulpiano, Papiniano, Modestino o cualquier otro de esos grandes juristas históricos la habrían creado.
1. La responsabilidad extracontractual en tiempos romanos.
Pues sucede que no es así. Si bien existían accidentes en la Roma antigua, ese marco teórico jurídico para tratar los daños en general que llamamos responsabilidad extracontractual no existía todavía.
Como dicen los hermanos Mazeaud, los romanos no desarrollaron una teoría de la responsabilidad, en tanto que no sistematizaron los principios doctrinarios que pudieran ser rectores en el desarrollo de esta institución. Conocían sin duda la reparación por daños; pero nunca hicieron una reflexión teórica sobre ella, sino que fueron solucionando las controversias caso por caso con una inteligencia y un brillo incomparables pero sin intentar armar una doctrina orgánica de la responsabilidad. Los Mazeaud nos dicen que aquello que se acerca más a un tratamiento sistemático de la responsabilidad es la llamada lex Aquilia. Pero ésta no es una obra de doctrina con explicitación de los principios en juego sino una ley que trata situaciones específicas[4]
Se ha intentado sostener que los romanos construyeron una teoría de la responsabilidad civil sobre la base de la culpa y que precisamente la lex Aquilia está impregnada de ese principio rector; al punto que a la culpa romana la llaman culpa aquiliana. Pero estudiosos actuales de la categoría y la profundidad de Sandro Schipani sostienen que esa versión parece ser el resultado erróneo de la actividad de los romanistas del S. XIX, particularmente de la escuela alemana, que se encontraban imbuidos de principios modernos[5].
Por consiguiente, hablar de un principio general de responsabilidad y sobre todo de una culpa como base del sistema romano, es una distorsión que se ha producido trece siglos después de Justiniano y que es el resultado de considerar lo antiguo con ojos modernos.
En realidad, si quisiéremos encontrar de todas maneras un principio común detrás de todas las decisiones y normas romanas en materia de responsabilidad, tendríamos que acercarnos más a la responsabilidad objetiva que a la subjetiva, aunque esto pueda sonar muy extraño a oídos acostumbrados a la prédica moderna del Derecho romano. La lex Aquilia no se refiere ni una sola vez en su texto a la palabra "culpa". Más bien, la palabra que usa es "iniuria". ¿Qué significa este término? Como todos sabemos "in" es una partícula que denota carencia: insano, que no está sano; indemne, que no tiene daño; incapacitado, que no tiene capacidad. Y "iura" es el plural de "ius", que a su vez significa autorización o competencia para hacer algo. De manera que "in-iura" quiere decir sin derechos, sin autorización o competencia[6]. Pues bien la reparación del daño en Derecho romano se basaba en que éste se había producido por alguien que no tenía autorización o competencia para efectuar tal acto dañino y, por tanto, debía resarcir los daños causados sin derecho.
Notemos la enorme diferencia entre esta noción y la de la moderna culpa. La culpa es como el pecado: la persona que ha cometido un acto culpable ha hecho algo malo y, por tanto, debe ser sancionada. En cambio, desde la perspectiva de la "iniuria", no nos preguntamos si la persona que la ha cometido hizo algo malo o no ni mucho menos si merece una sanción: simplemente decimos que no tenía derecho para causar tal daño y, por consiguiente, el dañado le puede exigir una indemnización. Si el daño lo comete un verdugo y consiste en cortarle la cabeza al condenado, no hay indemnización porque el verdugo tenía el derecho e incluso el deber de hacerlo, estaba autorizado para hacerlo. La iniuria puede producirse con una conducta involuntaria[7]. En cambio, si una persona está practicando el tiro con flechas dentro de su campo y una va más lejos de lo previsto, cae en el campo vecino y mata una oveja, el arquero tiene que pagarle esa oveja al dueño. No es que haya hecho algo malo: practicar el tiro con arco no implica por sí mismo nada que pueda ser reprobable. Tampoco hay que buscar una negligencia o imprudencia: cualquiera que sea la razón, si la flecha pasó al campo colindante y destruyó la propiedad del vecino, hay que pagar porque no se estaba autorizado para ello; y hay que pagar aunque se demuestre todo el cuidado y la prudencia posible. Como pueden ver, la moderna doctrina de la culpa se fija más en el culpable y en la necesidad de sancionarlo; la teoría romana de la "iniuria" se preocupaba más de la víctima de un daño que no se merecía y de la necesidad de repararlo.
Es recién en Constantinopla, después de destruido el Imperio de Occidente, que los juristas romanos hablan más frecuentemente de la culpa[8]. Pero incluso muchos autores afirman que la idea de "culpa" de esos juristas no es la nuestra, no es esa sensación de pecado y de falta que evoca nuestra culpa sino simplemente la de un acto que da origen a un resarcimiento[9].

2. La influencia del cristianismo
Es recién bajo la influencia del cristianismo que se desarrollará una consciencia subjetivista muy marcada; lo que dará origen a una responsabilidad extracontractual basada netamente en la culpa.
De un lado, los teólogos cristianos, a partir del S. XII, insistieron mucho en la idea del destino sobrenatural de cada hombre, en la consciencia de que se nace solo y se muere solo y que cada individuo se forja su propio camino al Cielo, lo que estimuló un desarrollo del individualismo y, como consecuencia de ello, el nacimiento de ideas tales como la dignidad de cada ser humano, el respeto a la vida individual y otras que fueron plasmando lo que después se llamarían los derechos subjetivos. Estos derechos y esta consciencia individualista que les da origen, habían sido atisbados por los romanos pero fueron agobiados por el comunitarismo germánico de la Alta Edad Media. El desarrollo teológico cristiano de los S. XII y XIII los va a asumir desde una nueva perspectiva y a relanzar con una fuerza antes nunca vista. Obviamente, la Baja Edad Media no es todavía individualista y, conserva una fuerte noción de solidaridad; aunque transforma la solidaridad familiar o tribal germánica en una solidaridad moral basada en la existencia de una familia universal dado que todos los hombres son hijos de Dios. Pero, aun esa solidaridad tiene como base el reconocimiento de la dignidad individual. Por eso, el pensamiento jurídico de la Baja Edad Media contiene el logos spermaticón del individualismo moderno. Este individualismo naciente se advierte en la importancia que comienza a ganar la voluntad en la formación de las obligaciones[10]. Además, esos teólogos medievales insistieron también en aproximar la moral (que era considerada, a su vez, como parte de la religión) al Derecho. Como consecuencia de ello, era preciso en cada caso examinar la intención del autor de un acto para juzgar su valor moral y, por tanto, sus efectos jurídicos, derivando así en forma decidida la noción romana de la inuria hacia una noción de culpa vinculada a la intención[11]. Por ello, frente a un daño, se inician investigaciones minuciosas sobre si el causante era consciente o no del daño que iba a causar (lo que nos llevaría al dolo) o si había cometido una falta de precaución (lo que nos llevaría a la culpa). A diferencia del juez romano que solamente examinaba si el daño estaba autorizado o no para determinar si la víctima debía ser resarcida, el juez cristiano actúa casi como un confesor que quiere saber si efectivamente hubo pecado en el causante a fin de sancionarlo; por ello, si lo hubo, le impone al pecador una penitencia que, como efecto secundario, se convierte en resarcimiento para la víctima.
Dentro de este contexto, hacia el fin de la Edad Media, el caso fortuito era visto obviamente con horror. La idea de azar era casi herética: las cosas no suceden al azar porque todo se encuentra dentro de la Providencia Divina. Si Dios vigila el mundo y si lo que sucede en éste responde siempre a un Plan divino, ello significa que el mal que resulta del aparente azar no es sino parte de tal Plan: el caso fortuito es un "acto de Dios", un castigo divino.
Pero hay muchas situaciones en las que no ha habido falta aparentemente; entonces, ¿por qué Dios nos castiga? Antes de llegar a la conclusión de que no ha habido falta, tenemos que escrutar rigurosamente nuestros actos, porque es probable que exista una falta que no llegamos a percibir debido a que tenemos la consciencia encallecida; pero la falta está ahí presente. De cualquier modo, si esos casos fortuitos son castigos divinos, no se le puede imputar a ningún hombre la obligación de resarcir lo que Dios ha considerado justo hacer. Por otra parte, ante un "hecho de Dios", ¿cómo podría un grupo de hombres atreverse a tratar de borrar sus huellas? Todo lo que quedaba por hacer era soportar el castigo divino con resignación. En tal caso, a nadie se le puede cargar con el peso del daño y obligarlo a pagar una indemnización a la víctima: el hombre es demasiado pequeño para asumir la responsabilidad de Dios. Si el deudor contractual demuestra que el cumplimiento de la obligación es imposible en razón de caso fortuito, se libera de cumplirla; y el acreedor tendrá que absorber las consecuencias perjudiciales de este incumplimiento imprevisto, a título de calamidad. Igualmente, si el demandado por responsabilidad extracontractual demuestra que el daño fue consecuencia de caso fortuito, la víctima de un accidente no tendrá a quién acudir para intentar que alguien le ayude en los aspectos económicos de su desgracia; tiene que limitarse a implorar a Dios para que, así como ha mostrado Su rigor, dé señas también de Su misericordia.
Estas aproximaciones al Derecho, basadas en fundamentos teológicos, constituyeron la base del Derecho moderno. Como señala Berman, las ideas cristianas sobre el pecado, la muerte, el castigo, el perdón y la salvación, entre otras, dan origen a la modernidad en el campo jurídico. Y, aun cuando a través de tiempo esos fundamentos han decaído o se han perdido, las instituciones jurídicas, los conceptos y los valores que dieron origen sobreviven hasta hoy, muchas veces sin cambio alguno. Las metáforas del antes de ayer se convierten en las analogías del ayer y en los conceptos del hoy, recuerda Berman. Es por ello, agrega, que “La ciencia jurídica occidental es una teología secular, que a menudo no tiene sentido porque sus fundamentos teológicos ya no son aceptados”[12], de manera que la institución o la actitud frente a ella son actualmente sólo una tradición incomprensible si se la examina a la luz exclusivamente de la razón.
3. La modernidad
El racionalismo y el individualismo de la Época Moderna recogieron las ideas de autoría y de subjetividad, pero las despojaron de sus aspectos sobrenaturales[13]. La idea de que el individuo es el dueño de sí mismo y que cada individuo sólo responde por sus actos conscientes, acentúa una concepción societaria fragmentada e interindividual: la sociedad antes entendida como una institución ex natura, es ahora una organización ex cultura, construida por los hombres; los valores comunes como el llamado bien social, cambian de sentido y dejan de tener un valor per se sino que valen en cuanto que permiten organizar los derechos y poderes individuales, como es el caso del bien social que se convierte en la suma de los bienes individuales. Como decía Bentham: “La comunidad es un cuerpo ficticio, compuesto por personas individuales que la constituyen considerándose sus miembros.  El interés de la comunidad, ¿qué es, entonces? La suma de los intereses de los miembros individuales que la componen”[14]. A partir de entonces, la sociedad es un tejido de relaciones racionales, en el que cada individuo tiene ciertos derechos subjetivos y ciertas responsabilidades igualmente subjetivas. No se trata ya de pensar en pecados sino en faltas civiles. Sin embargo, estas faltas se configuran sólo cuando hay una culpa del sujeto: no hay responsabilidad sin culpa.
Como podemos imaginar, el verdadero accidente -es decir, aquel daño al que, a pesar de los esfuerzos realizados, no ha sido posible descubrirle una paternidad culpable- queda excluido del ámbito jurídico: el Derecho sólo lo trata para señalar que es un "caso fortuito" y que, por consiguiente, no puede dar lugar a sanciones contra nadie: ergo, dentro de un sistema que concibe la responsabilidad extracontractual más como sanción que como reparación, las consecuencias del caso fortuito tienen que ser simplemente absorbidas y soportadas por la víctima. El Derecho, que es el gran instrumento de socialización (en el sentido sociológico -no político- del término), reconoce su incapacidad para socializar este tipo de daño, es decir, para aliviarlo aprovechando las ventajas de vivir en sociedad. En otras palabras, la categoría de accidente no podía tener un significado jurídico sino en sentido negativo, como una exclusión de las normas que prevén la reparación de los daños, como una ausencia de derecho o, mejor, como una circunstancia que queda al margen del Derecho.
Es por ello que las nociones de caso fortuito y fuerza mayor se desarrollaron fundamentalmente dentro de la modernidad. Se tomaron elementos constructivos sueltos tanto del Derecho romano como del Derecho medieval; pero la construcción teórica que se levantó con esos ladrillos arrancados a sistemas antiguos fue definitivamente moderna. Y, en el S. XIX, el caso fortuito y la fuerza mayor pasaron a ser piedras angulares del Derecho precisamente -o paradójicamente- en cuanto que categorizaban situaciones que no formaban parte del Derecho: un derecho basado en actos individuales responsables tenía que excluir el mundo de lo involuntario. Y es por ello que los juristas modernos se tomaron un gran trabajo en describir lo que no era juridizable porque quedaba al margen de la responsabilidad individual. De ello se deriva también que, a pesar de la preocupación intensa por el caso fortuito, éste no fuera tratado sustantivamente, sino en vía de excepción: consistía simplemente en un recurso de defensa, para exonerarse de responsabilidad; pero nadie pretendió organizar socialmente las consecuencias nefastas del caso fortuito con la ayuda del Derecho. ¿Cómo podía organizarse racionalmente una responsabilidad cuando no era posible vincular racionalmente a nadie con la paternidad del daño? El Derecho está construido sobre dos standards recurrentes: culpa e intención[15]. Ante un hecho propio de la fatalidad, del destino, de lo irracional, la razón no tenía sino que inhibirse de cualquier intromisión en un campo que no era el suyo.
.
4. Propuestas contemporáneas
No cabe duda de que, para la mente contemporánea que muchas veces pone más énfasis en lo social antes que en lo individual y en la seguridad antes que en la libre voluntad del individuo, esta situación no era satisfactoria. ¿Cómo era posible que las víctimas de accidentes propiamente dichos quedaran desamparadas? Decir que Dios las castigó y que no hay que interferir con el castigo divino, ciertamente exasperaba los ánimos del hombre contemporáneo y promovía entre los juristas intentos de insurgencia intelectual contra el "act of God". Y es así como se presentaron varias propuestas para de alguna manera ayudar económicamente a las víctimas de accidentes.
Marcel Planiol y Georges Ripert, con la intuición de los grandes juristas, percibieron la necesidad de crear una nueva categoría de responsabilidad, distinta de la contractual y de la derivada de acto ilícito. En tal sentido sugirieron que las fuentes de la responsabilidad son tres: el contrato, el delito y la ley. Las dos primeras corresponden a las clásicas responsabilidades contractual y extracontractual. La tercera constituye un tipo distinto de responsabilidad que no está fundamentada en el incumplimiento contractual ni en dolo o culpa sino en un mandato de la ley y que, cuando menos de la manera como lo explican estos mismos autores a través de ejemplos, se acerca mucho a los casos de accidente: el riesgo de navegación aérea, el riesgo profesional y el riesgo de los accidentes de trabajo, por ejemplo[16].
Sin embargo, la denominación adoptada por Planiol y Ripert para este tercer grupo de daños -denominación que responde a la metodología de la categorización empleada .por estos autores- me parece que no es feliz, debido a que sabemos que toda responsabilidad civil tiene siempre como fundamento último la ley: si el Código no dijera que el que incumple un contrato es responsable o que quien comete un daño por negligencia o imprudencia es culpable del daño que cause, ni el infractor contractual ni el causante del daño ilícito serían responsables por sí solos. Además, la omnipresencia de la culpa que todavía se advierte en Planiol y Ripert, les hace concebir la responsabilidad "legal" (podríamos también llamarla objetiva) como un caso anómalo, lo que no les permite desarrollar todas las potencialidades de la idea. La responsabilidad "legal" queda en ellos como una categoría un tanto indefinida y ambigua, que surge paralelamente al Derecho Civil y no dentro de su marco: reconocen el nacimiento de una categoría jurídica nueva; pero, con una cierta xenofobia conceptual, la consideran extranjera al Derecho Civil, la ubican fuera de los muros de la ciudad civilista y no le abren las puertas a fin de incorporarla ex theoria como una tercera división de la responsabilidad civil.
André Tunc, el gran tratadista francés de la responsabilidad extracontractual, plantea directamente la necesidad de elaborar "una filosofía de la indemnización del daño accidental"[17] que distinga, dice Tunc, entre la "culpa" y el "error". Dentro de este orden de ideas, la culpa daría lugar al acto ilícito y a la indemnización por el culpable, mientras que el error sería cubierto con un sistema de seguros: los errores, dice, son inevitables y ya ni las actuales leyes sobre accidentes de trabajo ni las más modernas sobre accidentes de la circulación automovilística toman como faltas los simples errores o aún las negligencias ordinarias.
A pesar de que la distinción entre error y culpa es muy discutible, lo interesante de la propuesta estriba en la necesidad de distinguir una categoría nueva de la responsabilidad civil constituida por los accidentes.

 

V. CONSTRUYENDO EN LA INCERTIDUMBRE DEL AZAR

No cabe duda de que, para la consciencia contemporánea, no es posible permanecer resignados ante la desgracia, sin adoptar ninguna acción para remediarla o aliviarla: aún cuando ésta surja de manera ajena a la voluntad del hombre, asumimos sus consecuencias al tratarla de una u otra manera; e incluso el hecho de no tratarla, de excluirla del mundo jurídico por la vía del caso fortuito, es ya una manera de encarar (evasivamente) el azar. Esta última comprobación nos lleva a preocuparnos sobre la mejor manera de administrar esos casos: nuestra consciencia no queda liberada por considerarlos fortuitos sino que, aunque no podamos evitar la desgracia, surge en nosotros la inquietud sobre la forma de "humanizar" el azar, de controlar socialmente sus consecuencias nocivas. ¿Cómo afrontar, entonces, este difícil reto de construir un sistema racional en medio de la irracionalidad del azar?
El problema debemos analizarlo desde la perspectiva de los fines de la responsabilidad extracontractual. ¿Para qué sirve la responsabilidad extracontractual, qué se propone estableciendo relaciones de causalidad, factores de imputación y reparaciones? ¿Cuáles son los objetivos del sistema? Pienso que la finalidad primordial del sistema de la responsabilidad extracontractual es siempre la reparación de la víctima.
Para decirlo en términos de CALABRESI, el objetivo fundamental es reducir los costos del accidente. Pero para ello es preciso distinguir entre los costos primarios del accidente, los costos secundarios y los costos terciarios[18].
Los primeros se refieren al impacto del accidente mismo en la vida social y pueden ser reducidos más eficazmente mediante prohibiciones y obligaciones específicas que tiendan a disminuir el número de accidentes: límites de velocidad, derechos de peso, equipos de seguridad, etc.
Los segundos son los costos para la víctima, como consecuencia de la producción del accidente. Si "inventamos" un único responsable, ya sea por el camino de la responsabilidad subjetiva o por el camino de la responsabilidad objetiva, simplemente trasladamos esos costos de la víctima a tal responsable; pero los costos permanecen y afectan con todo su peso a una persona individual (natural o jurídica). Sin embargo, si tenemos en cuenta que estos costos surgen como contrapartida de ciertas ventajas sociales que todos aprovechamos, entonces quizá es necesario repartirlos entre la sociedad toda que se beneficia con tales ventajas; de esta manera, el costo secundario reduce sus efectos negativos por la vía de la dilución.
Finalmente, los costos terciarios son los que aparecen con motivo de la administración de nuestro tratamiento de los costos primarios y secundarios; éstos son tanto costos individuales (como los gastos de juicio para lograr la reparación de la víctima, el monto que tiene ésta que ceder o renunciar en las transacciones con el causante o con la compañía de seguros para obtener un pago más rápido, el tiempo empleado en la tramitación de la reparación, etc.) como costos sociales (el costo de la administración policial de las medidas de prevención de accidentes, etc.).
Evidentemente, el mejor sistema de responsabilidad civil en materia de accidentes será aquél que logre reducir los tres tipos de costos. Empero, ello no es fácil porque la acción sobre uno de esos tipos de costos origina incrementos en los otros tipos de costos: podríamos, por ejemplo, reducir casi totalmente los costos secundarios en el caso tantas veces mencionado de la prohibición del uso de vehículos automotores; pero los costos terciarios se incrementarían con esta medida de tal manera (debido a la pérdida de las ventajas sociales del transporte masivo y rápido) que se convertirían en costos mayores que lo que vale para esa sociedad la reducción de los costos secundarios. Por todo ello, es necesario encontrar un compromiso satisfactorio entre las acciones que controlan esos tres tipos de costos.
Notemos que en el caso de los propiamente accidentes, la finalidad de desalentar los actos dañinos queda muy atenuada por el hecho de que, por definición, los accidentes no son voluntariamente controlables o lo son en forma muy tenue.
Al hablar de accidentes estamos entonces dentro de un campo que, si bien no es únicamente el del caso fortuito clásico (porque incluye las negligencias ordinarias o errores) presenta sin embargo una dosis muy grande de azar. De otro lado, presenta además: (a) un carácter rutinario, (b) una atenuación de la efectividad de las medidas para erradicar el daño o el riesgo (deterrence) en razón de la reducida posibilidad de control de la voluntad sobre la situación (aunque todavía exista un cierto control teóricamente, a diferencia del caso fortuito clásico donde desaparece totalmente), y (c) una urgencia de reparación y una cierta "culpabilidad" social.
Cuando hablo aquí del accidente me refiero aquí al verdadero accidente, conforme lo hemos delineado en la parte anterior de esta exposición. No me refiero entonces a los muertos que resultan del choque de un ómnibus interprovincial conducido por un chofer ebrio ni a ningún otro tipo de inicuas desgracias que hubieran podido ser evitadas con una prudencia elemental. Hablo del accidente, imprevisible (aunque pudiera existir, en términos clásicos, una culpa leve) e inevitable en condiciones normales (aunque no se trate de un hecho de la naturaleza).

VI. POSIBLES CAMINOS DE SOLUCION DEL DILEMA PLANTEADO

1. La responsabilidad objetiva
¿Cómo enfrentar, entonces, de una manera racional este reto que nos plantea la irracionalidad del azar? El Derecho contemporáneo ha explorado varios caminos. El primero de ellos es la responsabilidad objetiva[19].
La responsabilidad objetiva es, fundamentalmente, una responsabilidad sin culpa. Esta propuesta constituye una herejía desde el punto de vista de ese Derecho liberal clásico, basado en la libertad y en la consiguiente responsabilidad por culpa que es el correlato de la libertad: somos libres pero nuestros actos nos comprometen; estamos obligados a honrar las consecuencias de nuestros actos. Y no tenemos otra responsabilidad que la que se deriva de un acto libre. Sin embargo, la responsabilidad objetiva nos hace responsables sin que tengamos culpa, sin que seamos propiamente autores plenos del acto porque no hemos sido libres para asumirlo y, por tanto, no se nos debería normalmente responsabilizar por ello.
Esta paradoja incomodó mucho a los juristas tradicionales. Una responsabilidad sin culpa no era admisible porque equivalía a una responsabilidad sin justificación, lo que resulta una aberración. ¿Por qué tenía que pagar una persona por un daño si no tenía culpa? Notemos que este dilema ya se había presentado bajo diferentes facetas. Por ejemplo, ¿por qué debe pagar el empleador por un acto del empleado cuando el empleador no tuvo culpa en la comisión del tal acto? O también, ¿por qué tiene que pagar el tutor o el curador por los daños cometidos por el menor o el incapaz cuando ese tutor o curador no los había podido evitar y, por tanto, no tenía culpa en tal acto dañino? Los juristas clásicos, aferrados a la noción de culpa, inventaron o adaptaron categorías de culpabilidad para hacerlas cada vez más amplias pero también cada vez más tenues. Así se habló de la culpa in vigilando: el tutor o curador habría descuidado la vigilancia del menor o del incapaz que causó el daño. Pero esto era una ficción únicamente para tranquilizar la consciencia: es evidente que el tutor o curador no puede estar pegado al menor o al incapacitado de manera de vigilarlo en todo tiempo y en todo lugar. Por consiguiente, su posibilidad de vigilancia está limitada a lo razonable; sin embargo, la ley lo obliga a pagar aun cuando pruebe ausencia de culpa. De la misma manera, se inventó la culpa in eligendo, que no es sino otra ficción absolutamente burda. Es así como se dijo que el empleador es responsable por los daños que cause el empleado porque tiene la responsabilidad de haberlo escogido mal, contrató un mal empleado o un empleado inapto para el cargo. Sin embargo, es obvio que cuando un empleador contrata a un empleado busca alguien que satisfaga lo mejor posible sus expectativas, no solamente por una presunta responsabilidad in eligendo sino por su propio interés: quiere contratar un empleado eficiente y capaz. Pero aquí también, aun cuando sea muy riguroso en su selección, nunca podrá estar cien por ciento seguro de que ha contratado al empleado ideal. Y, de otro lado, aún al mejor empleado, al más capaz y experto, le pueden ocurrir descuidos, negligencias o imprudencias que lo hacen culpable del daño pero que no pueden ser imputados al empleador ni aún a través de la culpa in eligendo. ¿Por qué el empleador es responsable de los actos del empleado a pesar de que eligió al mejor empleado posible?
Había que buscar otra explicación. Y entonces a alguien se le ocurrió la teoría del riesgo. Si se fijan con cuidado, la teoría del riesgo no era sino un barniz subjetivo para la teoría objetiva de la responsabilidad. Se dijo que ciertas personas creaban un riesgo y, por consiguiente, debían responder por los daños causados por tal riesgo creado. A primera vista, esto suena muy lógico. Pero después de que uno comienza a hacerse ciertas preguntas, la justificación de la responsabilidad objetiva por la vía del riesgo cae por completo.
En primer lugar, si creamos riesgo pero tomamos las debidas precauciones para que este riesgo no se escape de control, ¿por qué tenemos que pagar? Podemos haber creado un riesgo, pero a su vez hemos adoptado todas las medidas necesarias para que ese riesgo sea administrado de manera racionalmente adecuada. Si a pesar de ello todavía ocurre un perjuicio, ¿por qué tenemos que responder por un daño que es un caso fortuito y en el que no tenemos ninguna responsabilidad, aunque se trate de una operación riesgosa promovida por nosotros?
En segundo lugar, ¿acaso todas las actividades de la vida no son generadoras de riesgo? Lo es, claro está, salir en automóvil. Pero, ¿no lo es también salir a caminar por la calle o asumir la defensa de un cliente o poner un hijo en el mundo? En todas las actividades vitales, hay un riesgo implícito, para uno mismo y para terceros. En consecuencia, aplicando la teoría del riesgo, deberíamos suprimir el criterio de la culpa y quedarnos solamente con el riesgo.
Pero existe un elemento mucho más grave. Hemos dicho que gran parte de los riesgos interindividuales tienen su origen en una situación social: la sociedad ha querido aceptar una cierta proporción de daños a cambio de las ventajas que obtiene por ese riesgo. En estas condiciones, no se puede resolver todo de una manera simplemente interindividual, haciendo que uno pague y el otro reciba, porque la sociedad toda es de alguna manera culpable, en la medida que ha aceptado que se lleve legalmente a cabo la conducta riesgosa.
La teoría del riesgo no nos resulta entonces satisfactoria. Hemos visto que el riesgo normalmente por sí solo no crea responsabilidad. Y que todos los intentos de responsabilizar por riesgo, se reducen en última instancia a la presunción iuris et de iure de que aquel que pone en funcionamiento algo riesgoso, es culpable de imprudencia o de negligencia si esa conducta conduce a un daño. Pero normalmente esa no debería ser una presunción iuris et de iure sino a lo sumo iuris tantum. Una persona que actúa riesgosamente o que utiliza bienes peligrosos, puede hacerlo cautelosamente o imprudentemente, puede hacerlo con negligencia o con sumo cuidado. Pero, pese a la cautela o al cuidado, los accidentes pueden ocurrir en cualquier momento. Y la responsabilidad objetiva establece que el causante no se puede liberar del pago de la reparación ni aún si prueba que actuó con toda prudencia. ¿Por qué tiene que ser responsable una persona que trabajó con actividades o bienes riesgosos pero lo hizo con toda diligencia, de la misma forma como lo es una persona que trabajó con esos bienes y servicios en forma imprudente? ¿Por qué se le prohíbe al conductor de un automóvil que atropelló a alguien probar que venía manejando con todo cuidado?
La razón real, oculta tras los pliegues de esa idea de la culpa, es que estamos ante problemas que afectan a la sociedad toda y que, por tanto, es la sociedad toda quien tiene de alguna manera que responder frente a estas situaciones. Por consiguiente, la justificación de la responsabilidad no se encuentra propiamente en el riesgo individual sino en el hecho de que estamos ante situaciones que la sociedad como un todo tiene que enfrentar. En otras palabras, frente a riesgos que son propiamente sociales, tenemos que enfrentar sus consecuencias con una distribución social de la reparación.
2. El  mercado y los seguros
Ese tipo de responsabilidad social implica que todos somos de alguna manera "culpables" (si queremos mantener la antigua terminología) porque todos nos beneficiamos con el riesgo y todos cometemos errores. De lo que se trata, entonces, es de encontrar un método para atribuir el costo económico del daño lo más eficientemente posible no ya a una persona individual sino a la sociedad toda.
Dentro de este orden de ideas, que es el único que justifica racionalmente que se pueda obligar a resarcir un daño a quien no tiene la culpa de haberlo causado, se requiere utilizar el mercado para diluir entre la sociedad toda el costo de esos daños accidentales que, como hemos visto, la sociedad no solamente tolera sino que se beneficia con ellos.
Esto significa que debe cargarse con la responsabilidad no a un presunto culpable que no existe sino a aquel que pueda más fácilmente pasarle el costo al mercado. Por ejemplo, puede establecerse que las empresas deben pagar necesariamente, sin necesidad de demostración de culpa, por los daños que causen los vehículos que transportan sus productos. Esto no significa otra cosa que esas empresas tienen que incluir en sus estados financieros una provisión para accidentes; y eventualmente pagar contra tal provisión los daños que objetivamente causen. Es indudable que esto representará un costo adicional a las empresas que, dentro de una buena lógica económica, no será imputado a ganancias y pérdidas sino que se integrará al cálculo para la determinación del precio al consumidor del producto que venden. En otras palabras, ese costo pasará a formar parte del costo del producto mismo y, de esa manera, le será reembolsado a la empresa por cada uno de los consumidores dentro del precio que pagan por el producto. Como el mercado es un tejido de acciones y reacciones, si el precio ahora incrementado de ese producto a su vez aumenta los costos de otros productos, esos otros fabricantes a su vez incrementarán el precio de los suyos; y así sucesivamente, De manera que, si se tiene que recalcular el costo de un mayor número de productos, a la larga todos los consumidores, es decir, la sociedad toda, terminaremos pagando los daños de esos accidentes.
¿Es esto justo, en términos de lo que tradicionalmente entendemos por justicia? Pienso que sí. De un lado, al diluir el impacto del daño accidental dentro de la sociedad toda, estamos ejerciendo un principio de solidaridad básico y aliviando las huellas de un fatídico azar: estamos, de alguna manera, controlando racionalmente el azar (o, cuando menos, sus consecuencias económicas). Y, por otra parte, estamos haciendo que la sociedad -es decir, todos nosotros- pague por esos riesgos que la misma sociedad ha creado -o no ha eliminado pudiendo hacerlo- y que perjudican a los que tuvieron la mala suerte de sufrir los accidentes pero que benefician  a la gran mayoría.
 De ello se deduce que es preciso repensar la responsabilidad objetiva desde el punto de vista no ya de un hipotético riesgo creado por cada uno de nosotros individualmente - que no es sino engañifa destinada a tranquilizar la consciencia del legislador subjetivista que tiene que establecer la responsabilidad objetiva- sino más bien analizando quiénes son los que pueden ser identificados como los mejores canales de distribución, para que esos costos (que son en realidad sociales) sean asumidos y se diluyan entre toda la sociedad.
Evidentemente, entre los mejores canales de distribución se encuentran los seguros, sean éstos voluntarios u obligatorios.
Veamos el caso antes señalado de que la ley establezca que las empresas pagan objetivamente (sin culpa) por los daños que causen en el ejercicio de sus actividades. No cabe duda de que una empresa prudente intentará a su vez cubrirse de ese riesgo económico de manera que, si se produce un accidente, éste no le cause un impacto grande e inesperado. Para ello contratará voluntariamente un sistema de seguros. De ahí en adelante, ella no tiene que aumentar sus costos en el monto de los posibles daños cuya indemnización tendrá que afrontar sino exclusivamente en el monto de las primas que tiene que pagar. De esta forma, el impacto económico del accidente se diluirá entre todos los que formamos parte de esa sociedad, a través de la responsabilidad objetiva de las empresas y a través de los seguros que éstas contraten.
 Otra posibilidad interesante es que, con relación a ciertos riesgos que tienen un alcance muy general, se puedan establecer legalmente un sistema de seguros obligatorios, que pueden estar a cargo ciertamente de aseguradores privados[20]. De esta forma, puede no ser posible, por ejemplo, que circulen vehículos de transporte público sin la correspondiente póliza de seguro obligatorio. Como se puede ver, el mecanismo de dilución en este caso es similar al del seguro voluntario con la única diferencia que la obligatoriedad agrega una garantía para las posibles víctimas de que serán pagadas de todas maneras y de forma rápida. Por regla general, estos seguros no cubren necesariamente el íntegro de la indemnización reclamable sino una parte de ella; y, de otro lado, no excluyen que la víctima pueda accionar adicionalmente por la vía normal de la responsabilidad extracontractual si el daño se ha producido con manifiesta culpa del causante.
Finalmente, hay un tercer tipo de seguro que es bastante más complejo: el seguro de compensación general por accidentes. El país con el sistema más avanzado en este campo es Nueva Zelanda que prácticamente ha suprimido la responsabilidad extracontractual en materia de daños personales sustituyéndola por una suerte de Seguro Social que cubre todos estos casos sin preocuparse por investigación alguna sobre la culpa. Dado que existe tal sistema, en Nueva Zelandia está prohibido demandar judicialmente una reparación por daños extracontractuales.
André Tunc manifestó en alguna oportunidad que admiraba mucho el sistema neozelandés pero que consideraba que era una experiencia difícilmente repetible, debido a los problemas políticos, administrativos y técnicos que es preciso resolver. Personalmente, discrepo con el sistema neozelandés en cuanto suprime totalmente la responsabilidad extracontractual y también en la medida de que se trata de asignar a un organismo del Estado estas funciones de reparación de daños a pesar de las ineficiencias, posibilidades de corrupción y otros defectos que puede conllevar la administración estatal de un sistema económico de esta naturaleza.

VII. CONCLUSIONES


¿Qué conclusiones podemos deducir de todo lo dicho? Si están de acuerdo conmigo en el punto de vista global y en las aspiraciones sociales de administrar racionalmente la irracionalidad del accidente, lo primero que podríamos decir es que el accidente no puede ser tratado en Derecho solamente como un caso fortuito ni, en cualquier forma, como una simple situación de responsabilidad extracontractual sino que requiere una reflexión diferente. En esta reflexión, los elementos interindividuales pierden su protagonismo y el accidente se transforma más bien en un problema social. Por otra parte, esta misma presencia social tan marcada en el accidente hace indispensable que se analice la respuesta frente a tal situación en los términos del análisis económico del Derecho. Por último, agregaría que es solamente este objetivo de distribución social del daño accidental y esta intervención de los mecanismos de mercado, que justifican esas aparentes aberraciones para la mentalidad clásica, como la de atribuir responsabilidad a quien puede demostrar que no tiene culpa alguna.
No puedo dejar de mencionarles una última conclusión de todo lo dicho, de carácter más general. Al intentar crear una teoría jurídica del accidente ingresamos a un terreno experimental que hay recorrer con mucho cuidado, que está lleno de espinas, de trampas para zorros y de arenas movedizas donde es muy fácil ahogarse. Sin embargo, reitero mi invitación a todos los estudiosos del Derecho para aventurarse por estos parajes sorteando los peligros con el ánimo de encontrar nuevas soluciones jurídicas para viejos problemas sociales. Siempre he pensado que en la vida, contra lo que mucha gente pudiera creer, más importante es la imaginación que la razón. Es verdad que la razón debe apoyar a la imaginación para no caer en la locura. Pero es la imaginación la que conduce el coche, la que marca la dirección y la que encuentra nuevos caminos; no la razón, que se limita a apoyarla y a darle coherencia.
El Derecho, a pesar de todo lo que puedan haber oído en contrario, no constituye una excepción a esa regla sino, más bien, es una actividad en la cual esta armonización de imaginación y razón se hace particularmente imprescindible. El Derecho, para el estudioso, no es un campo donde prima la racionalidad, confortable y segura, sin sorpresas, sino que es más bien una tierra misteriosa en las que hay que practicar turismo de aventura, de exploración, porque siempre hay mucho que descubrir, ya que cada nueva situación, cada cambio en la sociedad, plantea nuevos retos a su regulación jurídica. El estudio del Derecho no se ha hecho para quienes quieren dormir la siesta en un bello paisaje a la sombra de un árbol florido; el estudio del Derecho corresponde a quien tenga el ánimo suficientemente valiente como para poner en cuestión todas las ideas establecidas e inventar nuevos caminos en medio de la escabrosidad de la historia de la humanidad.
________________________
NOTAS
[1] El énfasis es del autor de este trabajo.
[2] El énfasis es también del autor de este trabajo.
[3] André Tunc: La Responsabilité Civil. Económica. Paris, 1981. No. 187, p, 161.
[4] Henri y Léon Mazeaud y André Tunc: Traité Théorique et Pratique de la Responsabilité Civile Délictuelle et Contractuelle. 6ta. ed. T. I. Editions Montchrestien. París, 1965. Nos. 22-26, pp. 34-36.
[5] Sandro Schipani: Responsabilità “ex lege Aquilia”. Criteri di Imputazioni e Problema della “culpa”. Universitá de Torino. G. Giappichelli, editore. Torino, 1969, pp. 1-2.
[6] Sandro Schipani: Op. cit., pp. 83-84.
[7] Sandro Schipani: Op. cit., pp. 89-90.
[8] Sandro Schipani: Op. cit., p. 437. Vid. etiam la opinión de Rotondi, cit. p. Sandro Schipani: Diritto romano e attuali esigenze della responsabilità civile: pluralità de prospettive e ruolo della “culpa”come criterio elaborato della scienza nell’ interpretazione della “lex Aquilia”, en Studio Iuridica, XII/1985, p. 255.
[9] Sandro Schipani: Responsabilità “ex lege Aquilia”. Criteri di Imputazioni e Problema della “culpa”, ed. cit., p. 452.
[10] Gabriel Le Bras: Derecho Canónico, en El legado de la Edad MediaUniversidad de Oxford. Ediciones Pegaso. Madrid, 1950, p. 455.
[11] Ibidem, p. 459.
[12] Harold J. Berman: Law and Revolution. The Formation of the Western Legal Tradition. Harvard University Press. Cambridge, Mass., 1983, p. 165 y ss.
[13] “Todas estas reglas que acabamos de citar tendrían lugar de cualquier manera, incluso si se nos dice –lo que constituiría un crimen horrible- que no existe Dios o que Dios no tiene interés en las cosas humanas como pretenden los epicúreos”. Hugo Grotius: De jure belli ac pacisPrefacio, párr. XIII.
[14] Jeremy Bentham: An Introduction to the Principles of Morals and LegislationCap. I, 4. La traducción es del autor de este trabajo. Los énfasis son de Bentham.
[15] Lon L. Fuller: The Morality of Law. Yale University Press. New Haven y London, 9684, p.187.
[16] Marcel Planiol y Georges Ripert: Traité Pratique de Droit Civil Français. Vol. VI, Les obligations.  Première partie. Avec le concours de Paul Esmein. Librairie Générale de Droit et de Jurisprudence. París, 1930, No. 475, p. 638 y No. 699, p. 948.
[17] André Tunc: La Responsabilité Civile. Economica. París, 1981. No. 153, p. 120.
[18] Guido Calabresi: The Cost of Accidents. A Legal and Economic Analysis. Yale University Press. New Haven y London, 1970, pp. 26-31.
[19] Sobre la responsabilidad objetiva y sus dilemas, vid. Fernando de Trazegnies: La responsabilidad extracontractual. Pontificia Universidad Católica del Perú. Lima, 1988. T. I. Nos. 64-84, pp. 149-175.
[20] Sobre los seguros obligatorios, vid. Fernando de Trazegnies: Op. cit. T. II. Nos. 439-462, pp. 457-181.

domingo, 19 de agosto de 2012

¡Una licencia de funcionamiento express por favor!

burocracia
Por: César Enrique Bravo-García Viñas
Abogado de la Sala de Defensa de la Competencia N°1 del Tribunal del Indecopi
En nuestro país, para nadie es un secreto lo difícil y tedioso que puede llegar a ser obtener una licencia de funcionamiento. Normalmente, el inversionista tendrá que someterse a los numerosos –y hasta absurdos– requisitos que le imponga la Administración Pública para que esta lo autorice a abrir un local comercial y así empezar a desarrollar actividades empresariales. Pero ahí no acaba todo. Además de cumplir con todas las exigencias del funcionario burocrático, un problema mayor puede ser la espera hasta que la Administración Pública se pronuncie otorgando (o peor aún, rechazando) la licencia de funcionamiento solicitada. Ante la inercia en que incurre la autoridad, puede darse el supuesto que el administrado se acoja al silencio administrativo positivo, dando por otorgado el permiso solicitado y, en caso la Municipalidad desconozca el derecho adquirido a través del silencio administrativo, podrá denunciar este hecho ante la Comisión de Eliminación de Barreras Burocráticas del Indecopi[1].
Lo bueno es que, frente a estos problemas, los inversionistas cuentan en Indecopi con un aliado para ejercer actividades comerciales y, de paso, hacer entender al funcionario público lo que la simplificación administrativa significa. Lo malo es que, a pesar de su importancia, no está muy difundida esta labor que Indecopi realiza. Otro aspecto que puede significar una desventaja es que un procedimiento administrativo de este tipo puede tomar generalmente entre 12 y 18 meses, plazo en el que, bajo circunstancias previsibles, el negocio que pretendía realizar el empresario seguirá paralizado.
Entonces, ¿qué hacemos con esta problemática? Imaginemos una Municipalidad a la cual podamos recurrir para que, con la sola presentación de una declaración jurada manifestando que se cumplen con todos los requisitos legales para abrir un local comercial, obtengamos de manera automática una licencia de apertura de funcionamiento. No se necesitaría esperar meses de meses hasta que el funcionario público atienda nuestro pedido. Como veremos, este supuesto no está tan alejado de la realidad.
Recientemente, el Gobierno Español promovió una norma que regula la “Licencia Express”[2], la cual permite a los empresarios que, con la presentación de una declaración jurada manifestando que cumplen con todos los requisitos de ley, puedan operar en sus locales comerciales sin esperar la autorización de la Administración Pública[3].
Si nos sirve de consuelo, no solo en el Perú padecemos del “cáncer” de la lentitud de algunas autoridades administrativas; la norma de “licencia express” se emitió para atacar este mismo problema del que también sufren los empresarios españoles: la inercia administrativa, la cual causa perjuicios económicos muchas veces irreparables por la excesiva demora en la tramitación de una autorización de apertura de un local comercial.
Como se ha señalado en diversos medios de comunicación españoles, el objetivo de la norma es liberalizar el comercio incentivando el ejercicio de las actividades empresariales a través de la simplificación de los procedimientos administrativos. Esta medida trae como consecuencia que la autoridad administrativa realice una labor activa y eficiente en la fiscalización de los locales comerciales. La importancia de esta atribución es determinante para que la “licencia express” funcione, pues de lo contrario, esta buena idea se convertiría, a la postre, en una circunstancia de la cual se aprovechen los malos empresarios para “sacarle la vuelta” a la ley.
No obstante, cualquiera se preguntaría: ¿La “licencia express” serviría para todo tipo de actividad económica y sin importar la extensión del local comercial? ¿Cómo se obtiene la “licencia express”? Lo primero que debe precisarse es que la “licencia express” es de aplicación respecto de determinadas actividades económicas[4] desarrolladas por comerciantes minoristas en locales comerciales de hasta 300m2. De esta manera, la entidad administrativa competente no podrá exigir un procedimiento administrativo previo para la obtención de la licencia correspondiente, pues esta se entenderá automáticamente aprobada con la presentación de la declaración jurada[5] de cumplimiento de las exigencias previstas en la norma española sobre licencias de funcionamiento[6].
La declaración jurada emitida por el solicitante ante la Administración Pública competente está sujeta a comprobación posterior, pudiendo la autoridad sancionar al administrado que incumpla las condiciones  mínimas para mantener la autorización de funcionamiento obtenida[7].
Como se mencionó, la “Licencia Express” está sujeta a fiscalización posterior por la autoridad competente, debiendo verificar el cumplimiento de los requisitos de los locales comerciales ubicados en su jurisdicción. Es decir, el éxito de la norma española depende en buena medida de las fiscalizaciones que realice la entidad gubernamental ante la cual se tramitó la autorización correspondiente.
En nuestro país, considerando el alto grado de informalidad existente y la arraigada cultura del incumplimiento de normas, ¿funcionaría la “licencia express”? Ello, dependerá, entre otras cosas, del papel que realicen las Municipalidades ejecutando uno de los roles que justifican su existencia: fiscalizar a los administrados.
El problema radica en la demora –muchas veces excesiva– en que incurre la Administración Pública para evaluar el cumplimiento de los requisitos antes de la emisión de la autorización solicitada, la cual supone un costo que es asumido por el inversionista, quien verá postergada su expectativa de iniciar determinada actividad empresarial, se verá perjudicado por el transcurso del tiempo e incurrirá en un costo de oportunidad como consecuencia de la inercia de la autoridad administrativa.
Lo opuesto deberá ser el caso del empresario que, sin cumplir con los requisitos, presenta una declaración jurada con el único propósito de empezar una actividad empresarial, caso en el que deberá ser sancionado por la autoridad administrativa, trayendo como consecuencia accesoria el cese de la actividad comercial que realizaba.
Así, el ejercicio de las facultades punitivas por parte de la Administración Pública, en primer lugar, evitará que quienes no justifiquen los requisitos mínimos para la obtención de una autorización de funcionamiento se vean beneficiados con la “licencia express”. Pero adicionalmente, lo más importante será que la sanción al administrado infractor desincentivará que otros inversionistas utilicen la declaración jurada como herramienta para ejercer el comercio sin los parámetros mínimos para desarrollar esta actividad de acuerdo con el marco legal vigente.
Tal vez, siguiendo el ejemplo de España, en un futuro no muy lejano nos veamos yendo a una Municipalidad donde la obtención de una licencia de funcionamiento sea tan sencilla y rápida como presentar nuestra declaración jurada y decirle al funcionario público: “¡una licencia de funcionamiento express por favor!”

[1] Los inversionistas pueden recurrir a la Comisión de Eliminación de Barreras Burocráticas del Indecopi y solicitar que esta ordene que no se les apliquen aquellas trabas burocráticas ilegales o irracionales que limiten su derecho a ejercer el comercio. [2] Real Decreto-ley 19/2012 del 25 de mayo de 2012, denominado “de medidas urgentes de liberalización del comercio y de determinados servicios”.
[3] Real Decreto-ley 19/2012
Artículo 1. Objeto.
El título I de este real decreto-ley tiene por objeto el impulso y dinamización de la actividad comercial minorista y de determinados servicios mediante la eliminación de cargas y restricciones administrativas existentes que afectan al inicio y ejercicio de la actividad comercial, en particular, mediante la supresión de las licencias de ámbito municipal vinculadas con los establecimientos comerciales, sus instalaciones y determinadas obras previas.
[4] Las actividades comprendidas son las siguientes: Industria del calzado, vestido y confecciones textiles; comercio al por menor de productos alimenticios, bebidas y tabaco realizado en establecimientos permanentes; comercio al por menor de productos industriales no alimenticios realizado en establecimientos permanentes; reparaciones de artículos eléctricos y vehículos automotores; agencias de viaje; auxiliares financieros y de seguros; alquiler de bienes inmuebles y servicios personales.
[5] La norma española hace referencia a declaración responsable o comunicación previa.
[6] Real Decreto-ley 19/2012
Artículo 3. Inexigibilidad de licencia.
1. Para el inicio y desarrollo de las actividades comerciales y servicios definidos en el artículo anterior, no podrá exigirse por parte de las administraciones o entidades del sector público la obtención de licencia previa de instalaciones, de funcionamiento o de actividad, ni otras de clase similar o análogas que sujeten a previa autorización el ejercicio de la actividad comercial a desarrollar o la posibilidad misma de la apertura del establecimiento correspondiente.
(…)
Artículo 4. Declaración responsable o comunicación previa.
1. Las licencias previas que, de acuerdo con los artículos anteriores, no puedan ser exigidas, serán sustituidas por declaraciones responsables, o bien por comunicaciones previas, de conformidad con lo establecido en el artículo 71.bis de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, relativas al cumplimiento de las previsiones legales establecidas en la normativa vigente. En todo caso, el declarante deberá estar en posesión del justificante de pago del tributo correspondiente cuando sea preceptivo.
2. La declaración responsable, o la comunicación previa, deberán contener una manifestación explícita del cumplimiento de aquellos requisitos que resulten exigibles de acuerdo con la normativa vigente, incluido estar en posesión del proyecto, en el caso de que las obras que se hubieran de realizar así lo requieran según lo establecido en la Ley 38/1999, de 5 de noviembre.
3. Los proyectos a los que se refiere el apartado anterior deberán estar firmados por técnicos competentes de acuerdo con la normativa vigente.
(…)
[7] Real Decreto-ley 19/2012
Artículo 5. Sujeción al régimen general de control.
La presentación de la declaración responsable, o de la comunicación previa, con el consiguiente efecto de habilitación a partir de ese momento para el ejercicio material de la actividad comercial, no prejuzgará en modo alguno la situación y efectivo acomodo de las condiciones del establecimiento a la normativa aplicable, ni limitará el ejercicio de las potestades administrativas, de comprobación, inspección, sanción, y en general de control que a la administración en cualquier orden, estatal, autonómico o local, le estén atribuidas por el ordenamiento sectorial aplicable en cada caso.
En el marco de sus competencias, se habilita a las entidades locales a regular el procedimiento de comprobación posterior de los elementos y circunstancias puestas de manifiesto por el interesado a través de la declaración responsable o de la comunicación previa, de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 71.bis de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre.